Cuando hablamos de educación nos perdemos en teorías, ideas, problemas y conceptos olvidando realmente lo esencial: que educar es amar. El amor es y debe ser la fuerza motriz de nuestra acción educativa (tanto si somos padres como si somos docentes). Y este amor debe estar presente desde el minuto cero y se debe manifestar de múltiples formas: besos, caricias, palabras de cariño, palabras de ánimo… El niño para su crecimiento y construcción necesita una sustancia esencial: el afecto.
Pero ese amor no solo es de los padres hacia los hijos, es un camino en dos direcciones. Ahí está la magia de ser padres... Carlos González lo describe muy bien: “cada vez que nace un niño, nacen también un padre y una madre. Y a partir de ahí crecemos juntos en sabiduría y en virtud (los niños también en tamaño). Los hijos nos ofrecen su amor incondicional, incluso aunque no hayamos hecho nada por merecerlo. Nos hacen sentir importantes y necesarios, nos divierten y nos intrigan, dan propósito y color a nuestras vidas, nos permiten acompañarlos por un tiempo en la fascinante aventura de descubrir el mundo. Ser padre es un privilegio”.